Este texto se inspira en la obra La Muerte frente a la Vida del P. Salvador Carrillo Alday, quien invita a mirar la muerte no como un final, sino como un paso hacia la plenitud de la vida eterna. Desde una lectura de fe, el autor nos ayuda a redescubrir la esperanza cristiana frente al misterio más profundo de la existencia humana. Esta reflexión busca, en un lenguaje cercano y meditativo, acompañar a cada persona a comprender que la vida no se apaga con la muerte, sino que se transforma en el encuentro definitivo con Dios.


El misterio humano ante la muerte

Hablar de la muerte es, en realidad, hablar de la vida. En palabras del P. Carrillo Alday, “nuestra muerte pertenece a nuestra vida”; es parte esencial del existir. Desde el inicio de la historia, la humanidad ha buscado sentido a este misterio inevitable. ¿Qué hay después del último suspiro? ¿Termina todo con el cuerpo que se apaga?

La Biblia reconoce esa inquietud. El salmista clama:

“Señor, hazme saber mi fin, y cuál es la medida de mis días, para que conozca lo frágil que soy” (Sal 39,5).

El miedo a la muerte no es solo temor al sufrimiento, sino desconcierto ante lo desconocido. Sin embargo, la fe cristiana transforma ese temor en esperanza. Morir no es desaparecer, sino volver a las manos de Aquel que nos creó.

El P. Carrillo recuerda que “vivir es un continuo morir y morir es existir”. La muerte no es un evento aislado, sino un proceso que acompaña a toda la existencia. Cada día que pasa, avanzamos hacia ese momento definitivo que da sentido al camino recorrido.


La revelación progresiva del misterio en la Biblia

La comprensión de la muerte y de la vida eterna no fue revelada de golpe. Como explica el P. Carrillo Alday, “Dios quiso manifestar esta verdad poco a poco, a lo largo de la historia de la salvación”.

En el Antiguo Testamento, la muerte se entendía al principio como un retorno al polvo, una sombra en el Sheol, el lugar de los muertos. El libro del Génesis lo expresa así:

“Eres polvo, y al polvo volverás” (Gn 3,19).

Pero con el tiempo, la fe del pueblo de Israel fue madurando. El Salmo 16 refleja ya una intuición de esperanza:

“No me abandonarás al Sheol, ni dejarás que tu amigo vea la fosa” (Sal 16,10).

Esa confianza nace del amor entre Dios y el ser humano. Si Dios es justo y fiel, no puede abandonar a quienes ama.

Más tarde, en el Libro de Job, surge una afirmación de fe que anticipa el mensaje cristiano:

“Yo sé que vive mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo; y después de que mi piel haya sido destruida, en mi carne veré a Dios” (Job 19,25-26).

Para el P. Carrillo, esta es una de las primeras luces sobre la resurrección, una intuición que más tarde alcanzará claridad con Cristo.

Finalmente, en los libros de los Macabeos y Daniel, aparece la promesa explícita de una vida eterna:

“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para la vida eterna y otros para la vergüenza y el horror eterno” (Dn 12,2).

El P. Carrillo destaca este momento como el punto de inflexión en la revelación: “Es el nacimiento de la esperanza de resurrección, el anuncio de que el ser humano no termina en la nada.”


La inmortalidad del alma: una huella divina

La tradición bíblica y la reflexión filosófica convergen en una verdad profunda: el alma humana no muere. En palabras del Libro de la Sabiduría:

“Dios creó al ser humano para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo” (Sab 2,23-24).

El P. Carrillo Alday subraya que la inmortalidad del alma es un don divino, una participación en la eternidad de Dios. La muerte puede destruir el cuerpo, pero no el soplo divino que habita en cada persona.

Esta certeza da sentido a la vida y a la esperanza cristiana. Morir no es perderlo todo, sino ser purificados para vivir en comunión plena con el Creador. Por eso, el P. Carrillo afirma: “Para ver a Dios, es necesario estar en el nivel de su santidad; la muerte, y luego la purificación, nos elevan hasta Él.”

La fe en el purgatorio —esa purificación final del amor— no es miedo, sino confianza. Como dice el Catecismo, “los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, sufren una purificación para obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (CIC 1030).


Jesús, la Resurrección y la Vida

Con Cristo, la revelación alcanza su plenitud. En Él, la muerte deja de ser el final para convertirse en puerta hacia la vida eterna.

Jesús proclama:

“Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11,25-26).

El P. Carrillo explica que en esta frase se condensa todo el Evangelio: “La Vida con mayúscula vence a la muerte con minúscula.”

Jesús no solo habló de la vida eterna, sino que la demostró con sus obras. En los Evangelios encontramos tres signos concretos de su poder sobre la muerte: la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,35-42), del joven de Naín (Lc 7,11-17) y de Lázaro (Jn 11,1-44). En cada uno de estos milagros, el mensaje es el mismo: la muerte no tiene la última palabra.

El Padre Carrillo destaca que Jesús no devuelve simplemente la vida biológica, sino que anuncia la vida definitiva, la que no termina. “El milagro de Lázaro no es el final, sino el signo del triunfo de Cristo sobre la muerte, preludio de su propia resurrección.”

Y en la Eucaristía, Jesús nos deja el anticipo de esa vida:

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Cada Eucaristía es, por tanto, una proclamación de resurrección: comer el Pan de la Vida es aceptar la victoria de Cristo sobre la muerte.

El P. Carrillo Alday afirma con fuerza: “En el Cristo resucitado, el ser humano descubre el sentido último de su existencia.” Jesús no solo resucitó para sí mismo; su victoria es la promesa de la nuestra.

“Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Co 15,14).

Su resurrección es la confirmación de que la vida tiene un horizonte eterno. Con su cuerpo glorificado, Cristo abre el camino a toda la humanidad.

El P. Carrillo enseña que “la resurrección no es una simple reanimación del cuerpo, sino una transformación total del ser, una entrada en la plenitud del amor divino.” Morir en Cristo significa ser configurados con Él, participar de su gloria y sentarnos, como dice san Pablo, “a la derecha de Dios Padre” (Ef 2,6).

Por eso, para quienes creen, la vida no se acaba, se transforma. Lo recuerda la liturgia de las exequias:

“Para quienes creemos en ti, Señor, la vida se transforma, no se acaba; y, disuelta nuestra morada terrenal, se nos prepara una mansión eterna en el cielo.”


Vivir con conciencia de eternidad

Pensar en la muerte nos enseña a vivir mejor. “El saber algo sobre la muerte es saber mucho sobre la vida”, dice el P. Carrillo. Cuando reconocemos que nuestra existencia es limitada, aprendemos a valorar lo esencial: el amor, la fe, la entrega, la esperanza.

El libro del Eclesiastés recuerda con sabiduría:

“Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir” (Ecl 3,2).

Pero el creyente no vive con fatalismo, sino con esperanza. Cada día se convierte en una oportunidad para prepararnos al encuentro con Dios. La muerte, asumida desde la fe, pierde su poder de miedo.

El P. Carrillo señala que “solo en el momento de morir el ser humano descubre la hondura de su dignidad o de su miseria; la muerte revela quiénes somos ante Dios.” Por eso, la vida debe ser un camino de purificación, un viaje hacia la luz.

El cementerio, escribe el padre, “nos devuelve el sentido de las cosas; nos muestra la vanidad de lo pasajero y la grandeza de lo eterno.” En medio del silencio de las tumbas, comprendemos que lo único que permanece es el amor.


La muerte como paso a la plenitud

La fe cristiana no niega el dolor ante la pérdida, pero lo transforma. Jesús mismo lloró ante la tumba de su amigo Lázaro (Jn 11,35). Su llanto muestra la compasión divina ante el sufrimiento humano, pero también su poder de consolar con la esperanza de la vida eterna.

El P. Carrillo invita a mirar la muerte desde la mirada de Dios: “No hay que hablar de la muerte con miedo, sino desde la Vida que nos ha sido comunicada por Dios mismo.

“El que cree en mí, tiene vida eterna” (Jn 6,47).

Esta certeza permite al creyente afrontar la muerte con serenidad. Morir es entrar en el abrazo de Dios, donde el tiempo se detiene y el amor permanece.

La vida eterna no es un futuro lejano; comienza ya en el corazón de quien vive unido a Cristo. Como dice san Pablo:

“Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).


Hacia una espiritualidad de la esperanza

El camino cristiano nos enseña a ver la existencia desde la perspectiva de la eternidad. Cada acto de amor, cada gesto de fe, cada momento de reconciliación, tiene un valor eterno.

El P. Carrillo enseña que “nuestra hora de la muerte está presente en cada hora de nuestra vida”. Prepararnos para morir no es obsesionarnos con el final, sino vivir con plenitud, con la mirada puesta en Dios.

“El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?” (Sal 27,1).

Esta esperanza nos libera del miedo y nos impulsa a vivir con alegría. En Cristo, la muerte se convierte en el paso hacia la comunión definitiva con el Amor.


Conclusión: la vida que no se apaga

El mensaje del P. Salvador Carrillo Alday resuena como una invitación luminosa: mirar la muerte desde la Vida con mayúscula. Todo en la existencia apunta hacia ese encuentro final con Dios, donde ya no habrá lágrimas ni dolor (Ap 21,4).

Creer en la resurrección no es una simple idea consoladora, sino una certeza que transforma el modo de vivir. Quien cree en Cristo no teme a la muerte, porque sabe que, en Él, todo se hace nuevo.

La muerte, comprendida desde la fe, no es un abismo oscuro, sino una puerta abierta a la eternidad.


Oración final

Señor Jesús, Resurrección y Vida,
enséñanos a vivir cada día con el corazón puesto en la eternidad.
Que aprendamos a mirar la muerte no con miedo,
sino con esperanza en tu promesa de vida plena.

Acompaña a quienes lloran la partida de sus seres queridos,
y haznos comprender que, en tu amor, nada se pierde,
sino que todo se transforma en plenitud.

Que nuestra fe en tu resurrección
ilumine nuestras sombras,
y que, al final de nuestro camino,
podamos encontrarte, rostro a rostro,
en la eternidad de tu paz.

Amén.